Estuve con ella muchas veces. Aquí y allá, a la intemperie de esta vida un poco sin raíles de los escritores. Tenía el cabello totalmente blanco, la cara ancha de los Machado y siempre le brillaban sus ojos azules. Era buena, en el buen sentido de la palabra, amistosa y discreta.
No estaba tocada por la melancolía, como su tío Antonio, ni tampoco por esa vena gitana que quería descubrirse su otro tío, Manuel, pero había heredado de ambos algo que a ella le gustaba mostrar: la sensibilidad.
Por eso tal vez hablaba siempre hacia dentro, aunque nunca pudo ocultar la niña un poco traviesa que había sido, despierta y de una razón práctica. La niña que cruzó la frontera con su tío Antonio y con su abuela y que, cuando ambos murieron en Collioure, regresó a España.
Desde aquel regreso siempre fue una ventana abierta para mirar a una familia que, a su modo, había escrito algunas de las páginas más vivas de este siglo XX español lleno de convulsiones.
En efecto, al morirse hace poco tiempo, Leonor Machado se ha llevado parte de un apellido y parte de una historia, porque quien ha muerto no es solo uno de los últimos eslabones de una de las familias más prestigiadas de la cultura española, quien ha muerto es un testigo de uno de los momentos más terribles de la historia de España.
Aquella niña vivió el drama de la guerra civil en uno de sus símbolos más claros: Antonio Machado. Lo que recordaría siempre es cómo él fue víctima de aquel tiempo irracional y atroz, cómo en Valencia, en Barcelona y en aquel camino del exilio a Francia, la vida de su tío se iba desdibujando en medio de una profunda desilusión, de una amargura en caída libre, de un enorme desengaño existencial.
También, claro, del dolor de una herida llamada España. Las palabras de Ilya Ehrenburg las hubiera podido decir ella misma: “un hombre triste, encorvado, tan viejo como España”. Machado no iba hacia el exilio, como ella siempre decía, iba en busca de la muerte. En Collioure no se libró de España sino que formó para la eternidad parte de ella.
Es curioso hasta qué punto España ha causado un profundo dolor a muchos escritores. Algunos, como Unamuno, se enfrentaron a ella como uno se enfrenta al destino: para cambiar su rumbo. Pero en un país de políticos, de ceguera ideológica, de intereses y de dinero, los escritores nunca cambian nada. Solo se convierten en víctimas.
Unamuno murió en una mesa camilla el 31 de diciembre del 36, en arresto domiciliario, hundido por las palabras de Millán Astray que clamó: ‘muera la inteligencia’.
Por su parte Antonio Machado había proyectado su bondad en un tiempo de lobos. Hizo que su palabra fuera exactamente palabra en el tiempo, es decir, acción en un momento histórico, reflexión ante lo que se venía encima.
Intentó detener el enfrentamiento, el rencor, la división, pero no pudo. Todo iba demasiado rápido y todo se había radicalizado tanto que era imposible ponerle un poco de cordura.
El recuerdo que Leonor Machado tenía de todo aquello era nítido, propio de aquella adolescente que veneraba a su tío y del que en medio de la guerra recibía clases de francés y consejos para el día de mañana. Como si el mañana fuera todavía posible.
Es cierto que para Antonio Machado siempre fue una sobrina especial (fue su ahijada), una sobrina que llevaba el nombre de un amor fugaz y eterno y de una pasión que apenas tuvo tiempo de vivir: el nombre de Leonor.
Por eso, en el nombre y en la vida de Leonor Machado se reúnen todas las luces y las sombras, los anhelos y las cicatrices de una familia que representa muchas de las cosas que el siglo XX dejó marcadas en este país.
La historia nunca pasa en balde, pero ella la supo llevar con la dignidad propia de quien se sabe parte de un símbolo, testigo de un momento crucial. La voz de una época la llevaba dentro, calladamente, por eso no hizo falta que fuera demasiado visible. Supo sobrevivir dignamente al peso de su apellido y supo legarnos lo que conoció y vivió. Por si nos servía para construir el futuro.