No sé si te habrá pasado alguna vez, si lo habrás sentido. La inquietud, la necesidad de moverte, de descubrir.
Nacer en un lugar tan bello como Montánchez, quizá ha sido el comienzo de lo que hoy en día se ha convertido en mi gran pasión: viajar. Quizá han sido todos los atardeceres sentada en alguna de las murallas del castillo o en el poste mientras miraba a un infinito que me incitaba a dar un paso adelante en busca de un lugar que conocer, unas veces cerca, y otras no tanto.
La primera vez que me aventuré sola en una nueva cultura tenía quince años, una ciudad cerca de Dulín (Irlanda) me abrió sus puertas. Me fui, como otros muchos, a aprender ese famoso idioma: el inglés. Lo que no sabía cuando me fui, es que además de inglés, aprendería otras muchas cosas.
Vivía con una familia grande en una casa pequeña, los horarios a mí me parecían una locura, aunque reconozco que también me divertían. La mayor parte de los que estábamos allí haciendo el curso, éramos extremeños, por lo que, aunque me había ido lejos, seguía teniendo el sentimiento de encontrarme como en casa.
Ese verano aprendí mucho sobre cómo desenvolverte fuera, disfruté cada vez que me perdía o me equivocaba, porque eso significaba aprender algo nuevo. Por lo que, el año siguiente decidí viajar de nuevo a Irlanda, pero de forma diferente.
Fuimos cuatro amigas a una academia internacional, en la que estábamos gente de muchas partes del mundo, de diferentes edades. Cuando llevábamos tres días allí, me vi envuelta en el cumpleaños de una brasileña, celebrando con coreanos, chilenos o austriacos.
Cada celebración, cada café o cada paseo después de las clases se convertían en continuo aprendizaje, no por el hecho de que la mayoría de las conversaciones fueran en un inglés medio indio que iba mejorando, sino porque cada persona tenía cosas diferentes que contar.
Todos veníamos de lugares diferentes, con costumbres y ritmos de vida distintos, compartíamos y debatíamos desde un respeto que nos hacía crecer.

Si bien es cierto que, los paisajes, los monumentos y las visitas a modo turista son “parada obligatoria” cuando viajas; lo más interesante e instructivo es conocer personas. Después de esas primeras experiencias y contacto con gente tan distinta a mí y distinta a lo que estaba acostumbrada a conocer, comprendí que cuando escuchas y respetas, seas de donde seas, todos tenemos miedos de la misma manera, todos amamos de la misma forma y todos soñamos alto, aunque encontremos montañas por el camino para llegar a nuestra meta.
Viajar, como he dicho, unas veces más cerca y otras a miles de kilómetros, me ha enseñado eso, a moverme por la vida con respeto. A no menospreciar a nadie y a sentirme orgullosa de donde vengo. A valorar cada oportunidad que he tenido, a estar eternamente agradecida a quienes me lo dan todo. Me muestra lo afortunada que soy, de poder sentirme libre y no oprimida ni en pensamiento ni en acción. Me da las ganas de seguir creciendo y creyendo en el entendimiento, en el razonamiento.
En tiempos en los que parecemos estar cada vez más divididos, en los que las diferencias, en lugar de unirnos parecen separarnos, quizá deberíamos parar un momento y escuchar la historia de otro, ganar en empatía y en solidaridad. Puede que no pienses igual, no tienes que hacerlo, simplemente intenta entender sus circunstancias.
Continuamente luchamos por evolucionar, desarrollarnos, dándole demasiado valor a lo material y, sin embargo, olvidándonos de las cosas más esenciales de la vida. Se nos olvida sentir, nos avergüenza emocionarnos e incluso lo evitamos.
Muévete, abre tu mente y siente.
Por cierto, podríamos traducir wanderlust del alemán como vagar (wandern) y pasión (lust). O sea, pasión por vagar, viajar.